Otra vez México amaneció con el corazón encogido y la rabia a flor de piel en un sentimiento reciclado por más de 100 años. En plena vía pública, durante un evento que debió ser fiesta, fue asesinado el presidente municipal de Uruapan. En segundos, el país entero supo de él. Y lo que en vida fue trabajo local, hoy se volvió símbolo nacional. Un héroe, dicen y para otros un mártir más, dirían los cansados, la realidad es que en México todos los muertos son Santos.
La reacción fue la de siempre: el pueblo indignado, las calles encendidas, los discursos oficiales prometiendo que “esta vez” no habrá impunidad y que los responsables pagaran. El mismo libreto, los mismos actores, los mismos chistes, las mismas escenas y el mismo final, cual capitulo del Chavo del 8 y ¿saben por qué? Porque esa historia nos encanta.
Lo grave no es el crimen. Lo grave es nuestra costumbre, la costumbre de llorar un día y olvidar al siguiente. De indignarnos en redes sociales, de compartir una imagen con moño negro y escribir “justicia” con hashtags, mientras pensamos en que vamos a cenar.
Nos hemos vuelto expertos en la indignación de ocasión, esa que se activa con un clic y se apaga con una serie de Netflix. Porque en México, la tragedia no nos sorprende; la esperamos. Y cuando llega, nos acomodamos para verla. Después viene la culpa repartida a la carta: que si el presidente, que si el gobernador, que si el partido, que si el narco, que si los medios. Todos los dedos apuntan, pero ninguno aprieta el gatillo de la autocrítica.
Nos gusta pensar que si “fulanito” estuviera en el poder esto no pasaría, o que si quitamos a “tal por aquel otro” todo se compone. Pero no es el sistema: somos nosotros, los usuarios perpetuos del “por ahorita”. Los que preferimos remendar que reconstruir. Los que usamos el enojo como cobija y la resignación como almohada.
Nos fascina apagar incendios, pero odiamos instalarlos por que cuestan. Somos ese país que solo va al dentista cuando la muela ya sangra, al mecánico cuando el automóvil echa humo o al médico cuando el dolor ya no se puede. La prevención nos da “hueva”; la urgencia nos da sentido de vida.
Y lo peor es que hasta le encontramos poesía a la desgracia. Nos gusta vivir al filo del desastre, cantar mientras todo se derrumba con una “cuba” en la mano, y repetir con una mezcla de cinismo y orgullo frases que nos hunden con sonrisa en la boca: “Ya merito”, “Si se puede”, “Hay talento, solo falta apoyarlo” y “No somos potencia porque no queremos”.
Podrán venir miles de Ayotzinapas, de Acteales, de Tlatelolcos, de Lomas Taurinas y de Uruapanes Cada crimen nos dolerá unos días, hasta que llegue el siguiente. Y volveremos a gritar, a exigir, a jurar que “esta vez sí”, para luego regresar a lo de siempre: a pelearnos en la fila del banco, a mentar madres en el tráfico, a gritarle al televisor viendo el futbol y a dejar el carrito del super en el estacionamiento.
Porque México no olvida: se acostumbra. Y esa es la tragedia más grande de todas. No la bala, no el crimen, no la impunidad sino ese confort silencioso de saber que nada va a cambiar.
Si el color negro es símbolo de luto y el blanco de Paz. Verde, Blanco y Rojo es vivir en desgracia una vez más.






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