A veces los gestos hablan más que los discursos. Y el acomodo de los asientos en un evento político puede decir mucho más de lo que parece. Este fin de semana, Claudia Sheinbaum lo volvió a dejar claro: quien manda, manda.
Durante el acto oficial celebrado en el Zócalo de la Ciudad de México en el que participaron gobernadores, funcionarios y figuras políticas, la presidenta envió un mensaje sutil, pero contundente. Aquellos que hace medio año le dieron la espalda y no la saludaron, o incluso a reconocer su liderazgo, fueron colocados en los asientos del olvido: detrás de las vallas.
Sheinbaum mostró una vez más que tiene memoria, que su liderazgo no se construye en la improvisación ni en la debilidad, y que la disciplina en su movimiento no es una sugerencia, sino una regla. Es la señal inequívoca de que el tiempo de la complacencia terminó y que el nuevo régimen tiene rostro, carácter y autoridad.
Adán Augusto, Andy López Beltrán, Ricardo Monreal y compañía recibieron una lección silenciosa, pero visible para todos: el poder no se comparte con quienes no supieron leer el momento político cuando debían hacerlo.
Más que una escena de protocolo, lo ocurrido fue una demostración de fuerza política y de inteligencia simbólica. Sheinbaum no levantó la voz, pero dejó claro quién está al mando. Y lo hizo con el lenguaje que más entienden en la política: el de las jerarquías.
En la narrativa del poder, cada asiento cuenta. Y los de atrás, esta vez, hablaron por sí solos.
Por Alfredo Martínez Sosa
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